El último cigarrillo

Fumé exactamente 22 cigarrillos durante mi vida. Éste que se ve aquí es el último. Así como nunca voy a comprar una moto para andar en una ciudad, de la misma manera en que nunca voy a probar las drogas, así mismo nunca voy a fumar más. Tres promesas pedidas que perfectamente puedo cumplir sin dudar.

El primero fue en la azotea de la casa de unos tíos, donde mi primo Sebastián López intentaba corromper a sus infantes primos y enseñaba el trasero a todo transeúnte.

El de peores repercusiones fue aquél que me ofrecieron los compulsivos de la Unidad de Publicaciones de la Universidad Nacional de Colombia, cuando estaban revisando la diagramación de una saga, cuando yo la estaba dirigiendo: Carolina Felipe se indignó al sentir el olor y no quiso acercarse a mí.

El que más disfruté fue uno que me fume en la calle 19 entre 6a y 7a, con Laura Gómez y Pablo Reyes. Ese día se celebraría la despedida de Juan Pablo Bermúdez, quien se iba a iniciar sus estudios en Canadá. Estabamos allí, en la acera opuesta al Sex Shop, porque quería regalarle algún tipo de juguete sexual a Juan Pablo, ya que Adelaida Barrera, su novia, había sugerido llevar "regalos absurdos". Pero el Sex Shop estaba cerrado. Nos quedamos allí pensando en la alternativa de robar algo -como una placa de un carro- para cumplir el parámetro propuesto por Adelaida. Llovía mucho, hacía mucho frío. Pablo aseguró que los cigarrillos daban calor. Fumamos. Creo que fue uno mentolado. Entró suavecito. Me dio calor. Pero lo mejor era el privado espectáculo del humo que salía de mi boca, danzando bajo una luz verde que proveniente de algún punto superior del edificio que nos escampaba. El humo perdiéndose en la noche bogotana, difundiéndose en este universo...


Este último me lo regaló Sophie Buitrago, quien me dijo que era delicioso, lo cual fue mentira. Sentí como este exótico camel de sabor "dulce" entraba en mi cuerpo y oscurecía mi sangre. ¿Por qué fumé? Porque me intrigaba. No entendía qué encontraba la gente en la inhalación de nicotina. No entendía por qué podían volverse adicto a eso. Y no lo entendí. Sí descubrí una extraña sensación, como de "poder", pero son connotaciones culturales, nada que realmente provenga de la combustión del objeto. Me fascinaba el humo, eso sí. Me fascina el fuego. También -contrario a lo que decía la propaganda- creo que el cigarrillo sí puede lograr que algunas personas se vean sexies. Pero, la sensación de que "esto es una completa estupidez" siempre estuvo latente, así fuera desde el transfondo. Me pareció y me sigue pareciendo que el placer de fumar es una manifestación del placer de la autodestrucción, del "eros al tanathos". Nada más.

Y para no ser moralistas y no pelear con nadie, simplemente aduciré una razón desde la fórmula simple del relativismo: el cigarrillo no va conmigo.

Gracias a Eileen Álvarez, maravillosa crítica y fotógrafa. Aquí quedó la sesión fotográfica.

3 comentarios:

Nelson Castillo dijo...

Buena decision :-)

Selenita dijo...

Me fascinan las fotografias. Y sobre las promesas... te deseo buen viento y buena mar.

seranhelo dijo...

La verdad, después de dejarlo por mucho rato, volví a hacerlo. De vez en cuando, por supuesto. No hay ningún síntoma de dependencia. Es una especie de acto simbólico contra mi impulso de autodefinirme y "creerme bueno", además de ser un bello ritual para satisfacer mi siempre latente piromanía.